A Daniel García Helder
Una red con el tul rasgado, la red que caza y descaza (descalza), entra una mariposa, renacuajos, un alguacil, una mosca, una constelación incompleta, una reconstrucción de las líneas que la unen. Vuelvo a mirar el cielo ajeno de la infancia y la adolescencia y trazo líneas invisibles que unen las estrellas adentro de la red. Se difuminan igual que los siete o nueve tomos de los cuadernos con mis diarios íntimos, todos los tiré en las sucesivas mudanzas.
Los vuelvo a escribir. Descoser y cazar palabras como bichos apareciendo en el patio y que vuelvan a irse después de acariciarlos, hacerle un agujerito a la red, por ahí se queda un rato la langosta esmeralda, la miro abrir las patitas delanteras, la miro cerrarlas, pidiéndome piedad, busco lápiz y papel y la dibujo con palabras mientras está quieta. Atrapar del animal esa inquietud, la observación del suceso. El animal no tiene salida porque está a merced del cazador. El cazador soy yo: una giganta de un solo ojo. El animalito me parece lo único hermoso que puede verse en el patio cementado de la casa de la infancia, no hay visión periférica para el ojo de la giganta y un rato después la cazadora es cazada: la giganta es observada por el suceso. De ese tembladeral de la emoción, sale un color. Existe un color de colores que solamente lo da el calor y la luz del sol sobre las ropas y las telas, si el sol está sobre ellas mucho tiempo seguido, días, meses: deja una marca como hace el agua de río cuando se retira y te ofrenda un marrón viscoso y rayado; el mismo efecto hace el mar en su reflujo sobre la orilla. Como una canción cualquiera de Gabo Ferro que parece que empieza y le crece una raíz abajo y de la raíz sale otra planta con una flor que trepa y envuelve a la primera que le dio su raíz.
No dejés tanto al sol esa ropa que se va a marear, decía mi abuela, y yo ya conocía la palabra mareada/mareado, por la letra del tango que se cantaba en las fiestas con amigos. También si algún grande tomaba de más.
Armaban los bolsos. Mi mamá hacía souvenires para regalar y mi abuelo escribía poemas en cartulinas para recitar. Nos íbamos a la Fiesta de los Gordos, decían, así le habían puesto a las juntadas porque les gustaba mucho comer. Los amigos de esas fiestas se habían conocido en una sala del Iturraspe, operados de vesícula. Los maridos y las mujeres, los sanos y los enfermos, todos hablando de lo que iban a comer cuando salieran y largaran la dieta. Así dijeron: nos juntamos. Durante años hubo comilonas y barriles, cuatro familias con hijos y nietos, rotando, cocinando, cantando, durmiendo en colchones en el piso en las piezas desbordadas, mareados por el liso del barril que empezaba a las once de la mañana y así seguía. Fragantes las cuerpos con el humo de los pollos al horno, las bocas embardunadas por el postre de la torta rellena con crema y duraznos.
Yo aprendí en esas fiestas a remontar un barrilete. Con el Huguito, el nieto de los Cocuzza. Era un campo con una casita por barrio Escalante cuando no había nada, solamente yuyos y calles de arena, y el olor a bosta de las vacas era el perfume. El Huguito tenía ojos verde musgo. Yo pensaba: y éste de dónde sale con esos ojos y ese pelo lambido. Ganas de despeinarlo tenía. La pared del comedor de los Cocuzza era rugosa y dejaba ver el rosa, azul y verde de las brochas de años superpuestas. Ahí colgaban los cuadros de la familia: de a cuatro, de a tres, de a dos, de a uno los fotografiados; los abuelos Cocuzza, la hija y el Huguito, la hija sola con ocho años, la hija ya parida y el Huguito bebé, todos los Cocuzza juntos. En ninguna foto aparecía el padre del Huguito que decían que de ahí le venían los ojos verdes.
Los Agüero eran otros, en Laguna Paiva. En la casa de los Agüero aprendí a criar pollitos amarillos abajo de las lámparas de luz para que tuvieran calor. Yo les sacaba las lámparas y piaban como un coro gritón desordenado, todos en la misma nota, o las notas florecían abriéndose y yo tapaba y destapaba para que hubiera un ritmo. Debajo de la parra chorreante de uvas de la casa de los Agüero se armaban los barriles. A los varones se les nublaban los ojos de picardía y empezaba el recital: tango, folclore y poesía. Una de esas noches había venido de Bs. As. la sobrina de los Agüero y puso un cassette de los Cadillacs y otro de Fito y con los dos bailamos todos los chicos: mis hermanos, los de ella y sus primos, en el living vacío. Ella me enseñaba a bailar ska y yo miraba la tapa del disco de Fito y no sabía si Fito estaba bailando o cayendo en Ciudad de pobres corazones. Pensaba en el pozo ciego de los Cadillacs y no sabía qué era pero no importaba. Lo que me importaba era respirar profundo y sostener el mareo del baile con los saltos. Afuera había tango y canto, el liso corría debajo de la parra, los grandes parecían dioses viejos que se habían vuelto niños. El mismo desenfreno que le miro a mi hijo cuando una zumbadera en el cuerpo lo recorre y va del patio a la pieza con sus dibujos de colores jugando a la persecución de monstruos y es tan hermoso verlo sin freno.
Salto al baile de los noventa, un mareo lento y sin fin. Caminábamos las calles oscuras para salir de un bar a otro bar a seguir tomando y bailando. El amontonadero, la reducción, el virus deforme de los cuerpos en las habitaciones de La Llave, imposible aguantar sin cerveza, pasar de la sala de ensayo a la facultad, de la facultad al quiosco, del quiosco al recital, del recital a la calle, de la calle a la marea en Boulevard a la noche, buscando el amparo de las sombras o la arena del amanecer al lado de las carcazas corroídas de los cargueros vacíos en el puerto. O escalar hasta el aguante del cuerpo el Puente Colgante y quedarse ahí para que la altura fuera el mareo.
Sabíamos de los que se tiraban al agua desde ahí arriba. Pero nosotros no, nosotros bajábamos para ver el sol de las siete de la mañana asomando al ras de la Laguna y después nos íbamos a dormir con un café y dos de las píldoras más hermosas del mundo, una blanca y otra roja, que nos dejaban sin dolor de cabeza. Con una amiga las tomábamos cuando el mareo era una arena que te envolvía, y la cama un lugar inofensivo donde acurrucarse, calentito. Nos levantábamos al otro día a estudiar y no tocábamos un solo pucho hasta que no comíamos bien y se nos iba la caverna de la voz o dormíamos la siesta. La tela interior que desplegábamos mi amiga y yo era la del mareo del presente: cada cosa un descubrimiento como en la infancia, hacer el desayuno o cambiarnos las remeras para pegar una distinta y no repetir, todo era coreografiable. Bailábamos. No era tan importante la noche sino la constelación interior. Tampoco era importante saber si las estrellas que entraban en la red iban a irse algún día, como se fue mi amiga. Bailar mareadas solamente, eso importaba. Porque ese es el estado que te hace ver la superficie, el espejo y el agua. Igual que las raíces de un camalotal enredado, luminoso. Igual, igual, aunque te anuncie una creciente.
*Analía Giordanino es de Santa Fe. Publicó Fantasmas (2008, premio provincial de narrativa Alcides Greca en la categoría inéditos) colección Los Premios de Ediciones UNL; La Ripley (EMR, 2018, segundo premio del Concurso Regional de Nouvelle de la Editorial Municipal de Rosario); Nocturna (Diatriba, 2009); Terrícola (Iván Rosado, 2015); Canciones faunas (Libros silvestres, 2016); Dos poemas (Arroyo, 2016); Los impuros (Nudista, 2018); Estampitas (Baltasara, 2020) y Adentro suena nuestra nave (Azogue, 2021), entre otros.