Hace unos días le leí a Sonia el cuento “Funes el memorioso”.
Acá está Sonia, que quería aparecer en la película.
Yo pensaba que ella podría ser sensible a la fantasía que teje Borges, que al fin y al cabo se parece mucho al cuento de hadas con su “Había una vez”.
“Había una vez”, podría empezar este cuento en su versión para niños, “había una vez un hombre que lo recordaba todo”.
Acá está otra vez Sonia, que quería salir linda, y no de manera improvisada.
Cuestión que yo estaba en lo cierto. Aparte de algunos tramos algo farragosos que traduje a un lenguaje más ligero para ambos, los dos nos asombramos ante la inventiva de Borges, ante el ingenio de este cuento deslumbrante.
Y como siempre me pasa con la relectura de los grandes, me detuve ante un detalle nuevo, distinto al que me había sorprendido de adolescente, luego de estudiante, y al fin de adulto.
O no sé si era “nuevo” aquel detalle (después de todo es un cuento muy corto, y lo recuerdo de pé a pá —aunque hay un solo hombre que puede pronunciar ese verbo); en todo caso, el detalle se me aparecía nuevo otra vez, como si el truco, una vez descubierto, continuara con vida, y no se agotara nunca.
Esta vez me detuve (y Sonia también, quizá antes que yo) en el tramo en que Funes dice que había reconstruido dos o tres veces un día entero “pero cada resconstrucción había requerido un día entero”.
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Una vez que terminamos de leerlo, me quedé pensando: ¿y si yo escribía aquel día recordado en la vida de Funes?
Dada la habilidad microscópica para recordar, que en Funes se había refinado desde las generalidades de una memoria silvestre a las miniaturas de otra superdotada, se trataría de una escritura pródiga en detalles mínimos y sabrosos, para los que habría que afinar la vista y el oído.
Una escritura de sonidos imperceptibles, de colores matizados por las distintas luces del día; todo esto articulado por girones de pensamiento, unos pocos que se colarían por la maya ajustada del recuerdo, y que permitirían ir de acá para allá en la dilatada memoria del criollo.
Era un libro magnífico, magníficamente inconduscente, de esos que importan más por la idea que por la ejecución, y que es la clase de proyecto que me interesa.
Se trataba además de la clase de proyecto que me quita el sueño, por lo que esa noche no dormí, tramando el plan que me dejaría en la historia.
Sólo que se trataba de un plan demasiado grande para una sola persona; yo debía convocar al menos a una decena de escritores y escritoras para ejecutarlo, lo que hacía de aquel proyecto uno mucho más atractivo todavía.
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El cálculo era el siguiente:
Supongamos que un ser humano en la edad adulta tiene la suerte de dormir 8 horas, tal como lo sugiere el médico.
Esas ocho horas, restadas a las 24 que dura el día, le dejan a Funes 16 horas por recordar, y a nosotros 16 horas por escribir.
Ahora, ¿cómo calcular el volumen de escritura equivalente a esas 16 horas de recuerdo?
Digamos que la hora de escritura equivale a la hora de lectura.
O no; digamos, mejor, que una hora de lectura equivale a una hora de recuerdos.
Porque es de recuerdos de lo que estamos hablando.
Yo, que soy lento, leo, por hora, unas 20 páginas.
20 páginas de recuerdos multiplicadas por las 16 horas que pasa despierto un ser humano adulto por día, nos devuelve un total de 320 páginas.
Nuestro libro, entonces, constaría de 320 páginas, equivalente a las 16 horas que pasa despierto Funes, de la que cada uno de los 10 escritores redactaría 32 páginas.
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Ahora, además de haberlo pensado, ¿qué trozo de aquellas 320 páginas prefería escribir yo?
¿La brisa de la mañana, el recorrido por el monte de una abeja, que privilegia las flores del cactus, un trinar enloquecedor que trae a la memoeria a los loros de Tebas?
Al haberlo inventado, y al dirigir el proyecto, yo me arrogaba el derecho de elegir la parte del día que me quedaba mejor.
Después de todo, era un proyecto en estado naciente, del que no participaba nadie más que yo, de modo que elegí impunemente el sueño de Funes.
Más bien se trata del momento inmediatamente anterior al despertar, en el que viene a coronarse un dormir terso, sin imágenes.
El sueño, al producir imágenes, recuerda él mismo de manera cifrada, como negativo del recuerdo consciente.
O para decirlo con otras palabras: el sueño recuerda cuando la consciencia no puede hacerlo.
Si pasa al revés, como en el caso de Funes que lo recuerda todo, el sueño pierde vigor hasta sustraerse de la escena mental.
En una memoria total, como la de Funes, el sueño queda anulado, sustituido como se presenta por el mero dormir.
Pero el sueño no es sólo supletorio, no sólo recuerda cuando no lo hace la consciencia.
El sueño desempeña también una función activa: al recordar, el sueño inocula olvido en el que sueña.
Quien sueña ha dado un paso franco hacia el olvido.
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Borges dijo que Funes era una metáfora del insomnio, a lo mejor porque, al faltarle el sueño, le era imposible a Borges olvidar.
Lo mismo que Funes con su memoria, Borges debió sufrir de un insomnio detallado, enloquecedor, como le ocurre a cualquiera que no duerme.
Funes es un insomne al revés de Borges, no por falta de sueño, sino por exceso de recuerdo.
Su sueño, que es lo que yo quiero retratar en mi fragmento, deberá ser uno tal que excluya todo resto, porque cualquier imagen que traiga del domir pondría a Funes ya en disposición de olvidar.
Debería tratarse de una superficie, esta de su sueño, lisa, insonorizada.
El menor rasguño, el menor ruido, una mancha mínima o una arruga ligera en la superficie, y Funes ya estaría olvidando.
Al recorrer esta superficie lisa que es la imagen de su sueño, estaríamos siempre en el mismo punto.
O estaríamos en el al punto vecino, por tratarse una vecindad igual en cada punto a sí misma y multiplicada al infinito.
Ahora, ¿podría ponerse otra cosa en lugar de esta superficie lisa?
Por ejemplo, ¿podría el río, por su aspecto de equivalencia consigo mismo, constituir una imagen de este sueño terso?
¿No se podría engañar a una memoria que se niega a olvidar mostrándole la imagen de lo igual a sí mismo que sin embargo el tiempo mueve?