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El domingo pasado fuimos al Metro Bar. Hacía un montón que no me reía tanto. Pasó que después de punguear un voucher de la feria del libro y comer de jeta en la Zona los pibes de Buenos Aires querían salir a jugar un pool.
Llegamos y ya al entrar nos reímos porque el tipo de la puerta nos dijo que solo se admitía que las gorras estén puestas hacia atrás para poder identificar las caras y que los objetos personales se tenían que guardar en unos casilleros con llave.
Preguntamos por estas directivas tan estrictas y los empleados del Metro nos contestaban de manera robótica que era muy común que te roben dentro del lugar y además para evitar ventas ilegales. Si, el pibe dijo ventas ilegales, me muero. Los empleados usaban términos neutros como en las películas norteamericanas dobladas al español. Los pibes se empezaron a reír y yo el único paranaense, que hacía mil años no iba a ese lugar, también.
El lugar tuvo su fama medio de reviente en alguna época pero parece que en su reapertura intentan cambiarle la cara transformándolo en un ambiente más de familia, de hecho había chicos con sus padres jugando al pool. Era lo que yo trataba de explicarles a los porteños, que me preguntaban si en Paraná todo es así.
Mientras esperamos una mesa tuvimos que anotarnos en una lista de espera larguísima, no solo eso sino que a la hora de poder acceder tenías que dejar el DNI físico al despachante atrás de una barra. Así que mientras tanto pedimos fernet hasta que nos tocara el turno. Buscamos una mesita donde poner los vasos y había un jenga. Nos pusimos a jugar.
El jenga era de piezas anchas y a los cinco minutos de empezado el juego se acercó otro empleado con una nueva directiva. El jenga no podía estar en la mesa donde lo encontramos nosotros, sino en una mesita más pequeña que estaba a muy poca distancia. Las risas volvieron a estallar, le dijimos al empleado que nosotros no lo movimos, que estaba sobre esa mesa y además ya habíamos empezado a jugar. A lo que el empleado con un movimiento propio de un budista tomó la torre enorme y la trasladó a la mesita correcta sin mover absolutamente ninguna pieza.
Los chistes entre nosotros empezaron a surgir otra vez. Qué nos dirán cuando empecemos a jugar al pool. Que las rayadas no pueden entrar a los hoyos, que lisas de color lila solamente pueden embocarse durante el cuarto golpe del equipo que va ganando. Qué delirantes reglas tendrá el juego de pool acá en el Metro.
El lugar es increíble. La estética que tiene, las fotos, las pinturas, los trajes oscuros de los empleados exagerando cualquier nimiedad espectacularmente. La voz de un locutor que indica el nombre que sigue en la mesa que se acaba de desocupar. Como una voz de un estadio de fútbol. Todos los vasos con el loguito de Patronato.
Es como si hubiéramos entrado en un túnel del tiempo, una onda muy de los ochentas, Stranger Things. En cualquier momento parecía que iba a ocurrir algo horrible, un monstruo iba a morfarnos y tirado sobre el paño verde iba a hacer su digestión, mientras sonaba Viejo de Las Pastillas del Abuelo. Un lugar raro donde el miedo se sentía de alguna manera hermosa.
Paraná no deja de sorprenderme con este tipo de lugares para la distracción. Lo que nos carcajiamos no tiene nombre. Eso me hace sentir que vivo en una ciudad única, irrepetible y re bolacera.
Hasta el próximo miércoles.