Y ahora que terminó el taller, la voz de Mara se nos metió en la conciencia. Desayunamos, abrimos una app, nos atamos los cordones, miramos la boleta de la luz, o scrolleamos clickbaits con la voz de Mara en nuestras cabezas:
¿Se entiende? Es una triquiñuela. Es un sí pero no. Hago como que te estoy contando de mi vida pero no, es puro invento. Esa es la diferencia de la autoficción con la biografía, donde sí existe un pacto con el lector: esto que te voy a contar, pasó.
Nos preguntamos sobre qué escribir, pero nuestra amiga, la gran DT del mejor taller de escritura que pudimos haber hecho este año resuena nuevamente:
Acá lo que importa es el cómo, el cómo se cuenta. Y además, lo mejor que puede hacer alguien que escribe es volver a sus propias experiencias. Yo lo siento así… lo siento así. Que una escribe sobre lo que vivió en la infancia. Si ustedes me preguntan por qué me fascina escribir yo diría: porque es un regreso a cuando era chica y me invita a jugar. A jugar con otros también.
Un taller de narrativa breve que nos dé alegría de escribir. Cuentos, novelas por ahora no. Los sábados a la mañana en Rosa y Dorada, la sede de la Editorial Municipal de Paraná. Decidimos ir al taller sin saber que íbamos a reencontrarnos. Al encontrarnos, el abrazo fue inmediato -qué hacés che, tanto tiempo- y recordamos aquel primer choque de planetas en el hostal de Chula, Pame y Marie año 2004, a la vuelta de la facu de Trabajo Social. Era una fiesta donde el vino se mezclaba con el jugo-sobrecito en un tacho azul de 20 litros. La vez anterior que nos habíamos relojeado fue en una recepción de la escuela Borges, a fin de año, justo después de que en Concordia la gente se levante a las siete de la tarde de una siesta aplastante, vaya al drugstore por unas latas con algunos federales, y reciba en las partículas de aire los picantes acordes de la cumbia villera que sonarán por la costanera hasta ver el sol aparecer, primero, en el Salto Oriental.
-Qué bueno verte. ¿Qué se te dio por venir?
-No sé. Me sobraba tiempo después de que me quedara sin el laburo que tenía a la tarde. Lo venía ocupando con lectura y vagancia, y dije vamos a probar con largarse a escribir.
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¿Y ahora cómo encaramos el fin de semana? Ya no vamos a cebarnos mates con personas amigables, sentadas enfrente nuestro, de las cuales ni los nombres nos sabemos pero para entender quiénes son basta identificarlas por lo que escribieron. El streaming mental reconstruye intercambios sobre textos mientras wasapeamos: la señora que leyó sobre el linyera abajo del sauce, la chica que habló del gorro verde, el señor que inventó a la pareja que discute en la cola del supermercado porque a un hombre le robaron la oreja y ya no podía chusmear.
El taller de escritores febriles de Mara es como si un gigante te agarrara con sus manotas y te pusiera patas para arriba: por unos segundos sentís que la sangre te llega a la cabeza y cuando entrás a perder la conciencia, te devuelve al piso, te acomoda un poco la ropa y te dice bye, seguí con tus cosas. El golpe de efecto es pum, si me seguís acompañando en ésta te prometo que pasarán cosas. Bueno, tal vez exageremos un poco, pero es que aprendimos que el cuento tiene una economía distinta a la novela y no hay que desperdiciar el tiempo en cuestiones baladíes.
Lucía Berlín es fantástica, ¡enumera y describe sin verbos!
Mara salta sobre la silla, vuelve a la página, hace un silencio. Repite: es maravillosa, es maravillosa. Nos mira y se acuerda: bueno, vamos a tallerear.
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Una compañera todas las semanas lleva algo nuevo. Su propuesta es más onírica, encriptada, hasta barroca. Pasó de un relato sobre un pibe que se queda en la calle y se piensa a sí mismo como un árbol, a la historia de un hombre sin rostro que nos narra una serie de sueños recurrentes, siempre en clave lisérgica. Mara, generosa pero sin concesiones, va tirando data sobre la construcción de los personajes, las peripecias, el arco dramático, el tono, la cadencia de las palabras, los diálogos.
Tu texto me hizo acordar a algo que leí… sí, estoy segura. Al personaje Céspedes… un cuento de Anderson Imbert. ¿Alguien lo leyó?
Vemos que uno googlea. El escritor nos suena, ¿es argentino? Se arma una gran tribu tirando todos para el mismo lado. Observamos otra vez la pantalla, queremos escribir bien el apellido del autor. Preguntamos más sobre otra autora. Nos gustaría leer lo que jamás vamos a leer, queremos conseguir esas lecturas en la ciudad y acumular más ganas de escribir lo que no vamos a poder escribir.
En épocas de terraplanismo político lo narrativo cobra otro valor. Por no decir que lo es casi todo. Si antes se hablaba del “relato” como un término acusatorio, hoy en día ya no existe un límite claro entre relato y realidad. Mara nos decía siempre “en el fantástico, lo real debe gozar de verosimilitud”. Quizás adentrarnos en el cuento nos permita, entre otras cosas, afinar el ojo y ver más allá de las “ficciones” que ocupan el espacio público. Aunque acá Mara diría “no bajes línea” y tiene razón, al lector no se lo subestima nunca. Su propósito fue que comenzáramos a hablar ese lenguaje sutil en el que se van dosificando las verdades ocultas de una narración llevando el impulso siempre hacia adelante.
Y a eso nos abocamos durante seis encuentros. Sirvió para que empecemos a despuntar el vicio. Tímidamente al principio. Más resueltos llegando al final. “Acá no se trae el mejor cuento, de la misma manera que uno no lleva la moto o el auto al mecánico cuando está en perfectas condiciones” decía Mara. Claro, uno debe estar dispuesto a que su texto sea linchado públicamente. De nuestro futuro como escritores no se sabe nada pero sí sabemos que volveríamos a tallerear en una segunda instancia para “avanzados”. O mejor dicho: para “manijas”.