Había decidido no mirar la asunción de Javier Milei. Cambié de opinión por la posibilidad de escribir algo, de sentarme un rato a pensar con las manos sobre lo que fuera a pasar.
Además, como me dijo alguien hace muy poco “ Es un evento histórico”. Y a mí siempre me gusta estar, ver. Fui a marchas, a bunkers, a festejos varios de distintos sectores políticos simplemente para saber, para sentir cómo se siente el cuerpo en esos lugares y momentos. Tengo un amigo al que no le gusta el fútbol, no lo entiende ni lo mira. Y sin embargo, cuando el año pasado Argentina ganó el mundial fue a los festejos y terminó parado justo al costado del obelisco, rodeado por 5 millones de personas. “Quería saber cómo se sentía, cómo era”, me dijo varias horas más tarde, cuando logró volver a su casa empapado, exhausto y eufórico.
¿Cómo se siente en el cuerpo ver a la ultraderecha llegar a la presidencia? Guiada por esa pregunta el domingo salgo temprano a comprar algo para almorzar, con la intención de tener todo listo. En las calles de Diamante, ciudad en la que estoy, no hay casi nadie. Recién tres o cuatro cuadras después de salir me cruzo con una pareja. Son mayores de 70, tienen el pelo blanco y están subidos cada uno al costado de una escalera en forma de A, colgando una bandera de Argentina en su ventana a modo de festejo, con el himno nacional sonando desde una radio portátil. Deben ser jubilados, me saludan sonrientes cuando paso por al lado.
Desde ese momento en adelante, tengo la sensación de estar al revés. De caminar de cabeza, a contramano. Un desacomodo que no está en los demás sino que está adentro mío, haciéndose cada vez más grande.
Mientras cortamos verduras en la barra de la cocina, veo a Milei entrar al Congreso. Está acompañado por Cristina que, vestida de rojo furia, sonríe y hace chistes. Verlos juntos me hipnotiza, ya no puedo despegar los ojos de la tele ni dejar de imaginar las conversaciones, los pequeños gestos. ¿Será que Cristina no quiere regalarle a los medios la foto de su cara seria, de derrota? ¿Será que, como buena política, los actos de la democracia le gustan, le resultan disfrutables? ¿Será que como adversarios se caen auténticamente bien? Al lado de ella, a Javier Milei se le acentúan los rasgos de niño grande, de niño roto.
Sentada frente a la pantalla, mientras papas y zanahorias hierven en la olla, sigo la firma del Libro de Honor del Senado. Milei, economista y presidente, escribe no solo su nombre sino también el eslogan de su flamante empresa: ¡Viva la libertad, carajo!
La palabra libertad, que siempre estuvo para mí del lado de las grandes palabras, de las palabras que están tan ligadas a la vida colectiva que en cualquier momento pueden resurgir con fuerza, transformadas, ahora me parece vacía. Como cuando leo la palabra encanta en el eslogan de Mcdonalds. Y la arenga final, el carajo como descarga de un sentimiento que empuja por salir, que arrastra la frustración y el enojo del sentido común mucho más allá de sus límites. Un impulso hacia atrás, una flecha que se da vuelta.
No sé si me explico. Tengo las palabras atravesadas, como me decía un profe de chica cuando no entendía algo y me enroscaba tanto en mí misma que no podía armar frases, tartamudeaba.
Y ahora veo a Milei sostener el bastón presidencial más personal e íntimo que yo conozca, con la cara de sus cinco perros clonados (¿Acabo de escribir perros clonados?) El bastón presidencial es uno de los símbolos nacionales de la soberanía. Unos de esos símbolos que, en general, lejos de emocionarme me huelen a nacionalismos y a proyectos de estado del siglo XIX avanzando sobre pueblos y comunidades humanas y no humanas. Pero esta vez es distinto. Ahora veo uno de los símbolos del estado, es decir, de lo que debería ser la comunidad amplia, toda, de los habitantes de un territorio sin distinciones, convertido es una joya personal, en una especie de grito de victoria chiquito, muy, muy propio. Una caricia que Milei se hace a sí mismo, solo.
No quiero decir con esto que un presidente recién electo haya iniciado el largo proceso de ponderación de lo personal e individual por sobre todo. Más bien, lo que quiero decir es que lo veo y siento que lo personal, la política de los pequeños gestos, de la fragilidad como bandera que tanto levantamos nos está mostrando, en forma de símbolo patrio, el otro lado de la moneda. Como si, al final, un gobierno que a todas luces no es otra cosa que un gobierno de la ultraderecha tradicional, sí trajera una carta nueva en el bolsillo: la de mostrarnos cómo eso que defendimos parece darse vuelta.
Que Milei ame tanto a sus perros y sea, en algún punto, tan frágil y freak como para clonarlos, por ejemplo, es un dato no se me da igual, no me pasa por alto. Quizás, porque yo misma empatizo y me veo reflejada en algo de ese sentimiento. Amo a mis perros, a mi gato, a los pájaros que todos los días vienen a la misma hora a mi casa. Los animales me provocan un nivel de esperanza en el futuro que solo la música y algunos libros me hacen tener cada tanto. Y ahí está el presidente de la ultraderecha, poniendo a un animal en el centro del bastón con el que dirigirá el país.
Un rato después, lo veo ir a la Casa Rosada acompañado por su hermana, que ocupa el lugar simbólico de la primera dama. Y me pregunto, ¿no dijimos nosotros que había que construir otros vínculos además de los románticos?, ¿no dijimos que era necesario romper con la familia tradicional? Milei viene de una familia tradicional deshecha, y cada vez que abre la boca yo veo un poco de eso en él. ¿Qué está pasando? ¿Qué símbolos y preguntas vivas, urgentes y válidas forman parte también de su plan político? Y, por otro lado, ¿cuántas de nuestras banderas, luchas y preguntas dejaron afuera a tantos, que fue la derecha la que pudo hacerse cargo, por lo menos en el discurso, de esos enormes pozos? Cuando en el debate presidencial Massa increpó a Milei por no haber aprobado un psicotécnico, mi primera reacción fue reírme. Reírme de alguien por no hacer algo bien, por fallar. ¿Y no me la paso yo hablando y pensando en el rol de la ternura, de la bondad en mi vínculo con el mundo?
No sé si está bien lo que pienso, no sé si es justo. Pero ahí está, retorciéndome la cabeza.
Almuerzo escuchando su discurso. No me voy a detener en todo lo que no dijo (mujeres, niños, jubilados, cuidados, medio ambiente, trabajo, soberanía, Malvinas, etc) ni en el hecho de que haya repetido tres veces que el ajuste lo pagará el estado y no los privados. El estado, por ejemplo yo, que soy docente estatal, pagará la deuda en lugar de “la casta” y los empresarios del petróleo, de la soja, del litio.
Sí me detengo y escucho con atención la versión de la historia que propone. Aunque es una versión que no es nueva, que ya escuché mil veces en la boca de cualquier “indignado” y se sostiene en lugares comunes y mentiras. La argentina del siglo XIX como potencia, la idea de granero del mundo. También nombra a algunos de los autores liberales que son sus referentes y que construyen discursos a base de post verdades y plagios, como él mismo hace siguiendo con la receta de Trump, Bolsonado, Musk y tantos otros. Y en medio de todo eso, casi al pasar, nombra a la generación del 37. La generación de los ideales de la Ilustración, que se había formado en Francia para la independencia y la revolución.
Y yo me quedo con eso. Un día después, vuelvo a leer lo que para mí es lo mejor que nos dejó la generación del 37: “El matadero”, de Esteban Echeverría. Qué cuento. La inundación, el croquis del matadero, la sangre, el barro, las burlas a la iglesia, la ironía, el niño muerto, los carniceros, los unitarios dignos y los federales salvajes. El tirano. Un mundo gore y también delicado. Un mundo en el que un toro se escapa de un corral y corre. Y como todo buen cuento, cada vez que lo leés descubrís algo nuevo. Es infinito. Esta vez, por ejemplo, yo descubro que al contrario de lo que me acordaba, el cuento no está escrito en tercera persona omnisciente sino en una primera muy oculta, como también hacía Borges a veces. Una primera que te sigue en silencio y cuando aparece te sorprende. ¡No me acordaba que estabas ahí!, me dan ganas de decirle, y me divierte. Pero lo que más me divierte del cuento no es eso, sino su punto de vista un poco extraño, su ambigüedad. Porque aunque Echeverría quiere mostrar al bien del lado del unitario bueno, limpio y valiente, está fascinado con los federales brutos, con Matasiete, la gente llena de mugre y los perros y las ratas que andan sueltos. Intenta trazar una línea clara entre lo bueno y lo malo, pero por momentos la línea se dobla, se desdibuja.
Para el segundo día de la presidencia de Javier Milei, cuando Caputo anuncia medidas económicas que abandonan al pueblo a su suerte y benefician a los sectores tradicionalmente ricos del país, estatiza (otra vez!) deudas privadas y mi sueldo se congela mientras la inflación se va a las nubes, yo todavía pienso en el cuento. Pienso en algo que para mí es fundamental y es parte de lo que lo hace tan potente: su imaginación. Su capacidad para crear mundos, para hacer aparecer, de esa mezcla de entusiasmo y horror, de esa línea difusa, nuevas subjetividades políticas.
Dejo, por un rato, de leer sobre las medidas, apago la tele, cierro las pestañas de los diarios en la compu y me quedó con la mente puesta en el toro del cuento. Un toro que no se sabe si es novillo o si ya es viejo, negro, con los ojos “rojizos y fosfóricos”. Y si bien fue muchas veces leído en relación o como paralelismo del joven unitario asesinado, en mi imaginación, hoy aparece despojado. Solo, corriendo por una calle vacía, con el cuerpo pesado, lleno de barro y miedo y ganas de seguir vivo. No es el símbolo de nada, es un animal rebelde que avanza.
¿Adónde?
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