Vesícula

Ella llora cuando se recuesta en la camilla. Una enfermera confirma que son los prequirúrgicos. Nos dice que se abrió un lugar en el quirófano y hay que aprovecharlo. Ella deja caer lágrimas desde hace nueve meses. No le teme a la anestesia o a sentir algo durante la intervención. No llora porque el dolor sea más intenso en ese instante, o porque dude de la capacidad de los médicos o le preocupe el post operatorio. Ella llora sin consuelo porque puede verse de pie junto a esa camilla, en un triste febrero, recordando las últimas horas de su hermano.

Habíamos salido a tomar un helado en una cita sin hijos. Era la medianoche del domingo y la mayoría de los locales estaban cerrados. Las luces de elaboración artesanal nos invitan a pasar. Ella mira los detalles y la presentación del producto y yo calculo cuánto nos va a costar aquel pequeño lujo de novios. Hace varios días que escucho el podcast “Gaiki” para alimentar mi creatividad. Lo tengo en mente todo el tiempo, como si cada episodio estuviera grabado para mi. En la heladería, un encargado le da la oportunidad de servir por primera vez a un nuevo empleado. Una serie de órdenes y algunas sugerencias en un silencio incómodo. De cómo presentarte al cliente, evaluar cuál es el sabor que va en la base del cucurucho, y la carga o la posición de la paleta. El tipo que da las órdenes siempre tiene una sonrisa, pero sus palabras no llevan estímulos positivos o buena energía. Disfraza su discurso y sus métodos mostrando los dientes delante de los clientes. El joven que nos atiende transgrede el manual de instrucciones. Te lo preparamos de vuelta y disculpá la demora, dice el encargado. Invita al aprendiz a retirarse y nos prepara el helado acompañando cada paso con un atisbo de obviedad y desprecio, siempre enfrascado en la falsedad de su sonrisa. Le vendría bien el episodio del podcast que habla sobre la inspiración. Interpretada por los griegos como la posibilidad de insinuar algo en el corazón del otro. Me quedé con ganas de decirle algo, confiesa mi compañera, mientras su mordida hace crujir el cucurucho, minutos antes de empezar a sentir una fuerte opresión en la espalda.

La autopista está vacía y el viaje de Roldán a Rosario se hace ágil en la oscuridad demarcada. Acelero en silencio, cargando un miedo difuso: a la velocidad, a la muerte, a quedarme solo, a que ella sufra, a la imposibilidad de superar el duelo, de que mis hijos me teman, que el mundo se acabe y a vivir angustiado los años que restan. Ella apenas respira, mientras aguanta el dolor. Las piedras se han movido. Le habían advertido sobre esa posibilidad y ahora sufre sabiendo que deberán extraer la vesícula. Llegamos al sanatorio. Entramos rápido y pronto estamos separados. Yo hago los papeles y ella internada en la guardia. Le dieron un medicamento y luego vendrán los estudios. Yo no puedo quedarme ahí. Tengo que buscar asilo en una casa amiga. Es preciso vagar por Rosario a las 2 am. Despliego el catálogo de temores por esta ciudad. Camino media cuadra hasta donde estacioné el auto. Un tipo vestido de negro me acompaña con la mirada. Mis pisadas suenan como en una escena de película. Una pareja cruza la calle acelerando el paso en mi dirección. Subo y arranco rápido. 

El reloj suena a pocas horas de haberme acostado. Duermo entrecortado en la casa de mi cuñado. Me despiertan los ruidos de las motos y los colectivos. Todo está fuera de mi rutina: el batido del café, la imposibilidad de lavarme los dientes, la ropa que me puse, la falta de los rituales de respiración y el placer de leer o estar en silencio. Me río del podcast: cuidado con el plan perfecto. A veces no está bueno tener todo tan organizado. Dejá que surjan cosas nuevas o aventuras por fuera de lo que planeaste. Asumo lo que me toca. Atiendo los dos teléfonos, como hace nueve meses atrás. Le aviso a los cercanos. También a nuestros empleadores. Extraño a nuestros hijos. Les hago un audio para contarles cómo está su mamá. Lloro cuando termino de grabarlo. ¿En qué etapa estoy de mi duelo? Es ella la que perdió a su hermano ¿Tengo que llorar o hablar más o tengo que ser fuerte y acompañar su angustia? Manejo por una ciudad que ya está alterada a las 7 am. En el semáforo miro el anillo de mi esposa. Es de ella porque el mío lo perdí jugando al fútbol, cuando recién nos habíamos casado. Ahora tengo el de ella porque tuvo que quitarse aros o anillos. Lo miro con un miedo absurdo. Sé que es una operación simple. 

Llego a tiempo. Ella me cuenta sobre el suero, los calmantes y de la buena mano de la enfermera. La operan en unas horas. Hay 44 cirugías programadas para hoy. La ayudo con la bata, nos besamos y abrazamos. Le digo que nos vemos en un rato, en la habitación. Salgo a la recepción. Hace unos días me salieron dos protuberancias en la zona baja del abdomen. Aprovecho la guardia y me reviso. Me dicen que son ganglios. Nada grave. Me divierte pensar que cuando a uno le aparece una patología, al otro le duele algo. En el podcast se habla del miedo al fracaso, una de las emociones o etapas de todo proceso creativo. Que a veces se manifiesta como síndrome del impostor. Y que la mayoría de los proyectos terminan en esta etapa. Es preciso hacer igual. Fortalecerse y confiar a pesar de lo que está sintiendo. Quizás las piedras no se movieron, sino que ella no ha parado de agitarse.

Necesito comer algo. Me siento en el bar del sanatorio. Pienso en el menú del día y en lo que debería pedir. Termino almorzando un desayuno de campo. Hago un nuevo parte médico para ambos celulares. Hace calor, como en aquel febrero, un día antes de mi cumpleaños. A mi lado, un hombre comparte café con la amiga de su mujer, recientemente internada. El tipo habla mal de su esposa, de sus hábitos y decisiones. Sus palabras me parecen una traición, casi termina piropeando a la amiga. En otra mesa un joven avanza y retrocede una jugada de fútbol en su computadora. Es un partido de una liga del campo. Marca algo con un color. Le tipea un detalle en un margen y siento envidia por su trabajo. Recubro mi tostada con queso y mermelada. Temo que aparezca mi suegro, como una de esas casualidades fatídicas de una ciudad pañuelo. Una mujer calva se sienta de espaldas y puedo ver un pequeño bigote peinado en su nuca. Casi una pelusa prolijamente recortada. Salud, dinero y amor grita un niño cuando el mozo le trae la bebida. Me llegan mensajes de aliento de los amigos de siempre, me abrazo a la emoción de audios y textos. Fuera del bar, una mujer se oculta para llorar bajo su cabello. Sostiene la tristeza mirando el suelo. Me detengo a observar, esperando que se recupere pero no lo hace. Sus piernas son pálidas. Siento el impulso de preguntarle, escucharla y consolar alguna parte de aquella amargura. No se puede ser sostén de todo el mundo.

Mi compañera despierta. Hago sonar la piedra. Agito su recipiente como un souvenir enfrascado. El estudio mostraba que había dos piedras. ¿Qué pasó con la otra? Nos preocupa que el cirujano aún no haya visitado la habitación luego de tantas horas. En la radio hablaban de los feriados. La postura que más me gustaba era: “dame menos de 4 días y más de 3”. Otra opción interesante era quitar todos los feriados y directamente trabajar 4 y descansar 3. Nosotros nos vamos a Iguazú el próximo finde largo. A mi mujer le preocupan los puntos y las exigencias que requiere caminar entre las cataratas. Quizás no veamos la garganta del diablo pero el dolor no nos va a doblar. En la cama de al lado una chica sufre la obstrucción de su vesícula mientras espera que se libere un espacio para extraerla. ¿Cuántos de estos pequeños órganos van a sacar? ¿Por qué se generan las piedras? ¿Qué tomábamos o comíamos en nuestra infancia y adolescencia? ¿Podemos cargarle esta culpa a la cuenta de nuestros padres, también? Aparece el cirujano. La revisa rápido y superficialmente y le dice que pronto tendrá el alta. Mi mujer le consulta por la otra piedra y sobre la posibilidad de que se la hayan olvidado adentro. El médico le dice que eso es una falta de respeto. Después de sacar toda la chapa de su trayectoria y estudios esboza una explicación. Me brotan las ganas de escribir algo. Me gusta vivir jugando al escritor, aún en los momentos de tristeza o indignación. Imagino un posteo en instagram, pero recuerdo el podcast: Lo que publicás en redes hoy, mañana no existe. En cambio, lo que creas, vivirá para siempre.

Regreso sólo a Roldán. Me acuesto a dormir con los chicos. Me aseguro de mimarlos en ínfimos detalles. Por la mañana iremos juntos a buscar a su mamá ¿Puede pasar algo más? pregunta el más pequeño. Le digo que no, que mamá va a estar bien muy pronto, que descanse tranquilo. Hace 9 meses mi hijo más grande preguntó ¿Pero cómo? ¡Si hicimos todo! Quizás todo está fuera de control. Me desespera lo mucho que extrañamos a mi cuñado. Me duele saber que nada volverá a ser como antes. Quisiera vivir abrazado a la zona de confort.

El martes llegamos al sanatorio. El mismo donde nacieron nuestros niños. El amor de esta pequeña familia no ha parado de crecer desde entonces. En la recepción hago un trámite. Los chicos juegan cerca del ascensor. Les advierto que tengan cuidado, que no se golpeen, que no corran. Olvidé pedirles que no suban al ascensor. Las puertas metálicas y corredizas se cierran. Entro en pánico. Comienzo a subir las escaleras en modo Ricardo Darín, gritando sus nombres en cada piso y en los pasillos. Los encuentro en el Séptimo. Pierdo el control. Mi estómago se hace eco. Me siento en la escalera y los abrazo. Respiro agitado. Me trago un grito en el silencio de los escalones. Mi compañera quiere reírse pero el movimiento le causa dolor. Yo admito que la escena fue algo cómica. La puerta del sanatorio se cierra detrás nuestro. Volvemos a casa, despacio, sin prisa. Somos cuatro en este refugio de amor. Agradezco el momento tal como reza el podcast Gaiki: no existe nada más importante y creativo que vivir ahora.

*Leandro David Rojas nació el 27 de febrero de 1985 en la ciudad de Rosario, pero se crió en Carlos Pellegrini (Santa Fe, Argentina). Estudió Comunicación Social en la Universidad Nacional de Rosario (UNR). Es autor de El día que Lio se cansó de hacer goles (2013), Penal (2016) y Un párrafo por día (2021).