Vimos el futuro a los pies de Urquiza

Somos los dibujos animados de Dios viajando en tropel adentro de un colectivo carrocería Marcopolo G7 pintado con la marca comercial Flecha Bus, desde Paraná a Concepción del Uruguay, uniendo Entre Ríos de costa a costa, como la tanza de una caña de pescar gigante. Abandonados en la ruta 18 abandonada, obra clave de autopista reactivada por el santo peronismo; viajando desde la capital de la Confederación Argentina entre 1854 y 1861; hasta La Histórica capital provincial desde 1814 hasta 1883.

Un grupo de personas desconocidas roncando juntas en un loop de asfalto y pueblos, en butacas numeradas con aire, un baño que cierra a portazos, y un perfume potenciado de cloro, amoníaco y desesperanza, mientras todos los verdes de Entre Ríos se derriten en las ventanillas un lunes lluvioso de septiembre a la mañana, y el mundo gira y asteroides viajan para estrellarse contra este planeta raro y la gente afuera trabaja y se tira en bancos de plaza, andan en bicicleta, hacen mandados; y jóvenes libertarios odian el mundo adulto con razón, y el tiempo se enfrasca al vacío llegando a Villaguay, ciudad de encuentros.

Visto de arriba y en un mapa, el cole da mil vueltas como en un caracol que da vueltas, vuelta sobre vuelta, un pequeño colectivito mareado de lata con música de Benny Hill para al fin entrar a Villa Elisa y el cocoon de las termas, más allá San José con sus parvas de nuez pecán y Colón, con su aire aporteñado de retiro espiritual y casino, y sus pesos uruguayos y sus pequeñas y lindas callecitas de ripio. Acá el viaje tremendo se hace más llevadero, nos consolamos lxs pasajerxs, mientras pensamos en deudas, trabajo, amor, sexo, elecciones, sexo sexo sexo, billeteras electrónicas, salvatajes financieros y alguna idea que nos haga ricos como la familia Derudder, dueña de esta mega empresa monopólica de colectivos de larga distancia en la que vamos (con más de 500 unidades y 130 mil servicios al año), nacida en Colón, en 1959.

Pasan las terminales tristes neorrealistas donde todavía hay abrazos y besos, y baños sucios y turbios. Con precios carísimos en los kioscos y luces depres, y olor a lavandina y Querubín. Y en el cole va un gaucho quieto, plantado como un árbol. Una mujer que lleva un ramo de flores. Alguien que mira una película de acción en el celu. Alguien que lee una fotocopia y la marca con un color flúo. Otro que va escuchando y mandando audios a infinita velocidad. Una cafetera rota, agujeros de ventilación tapados con envoltorios de alfajor, un martillo rojo y una salida de emergencia. Y bolsos con comida fría y ropa limpia.

El cole cruza por las ruinas del Viejo Molino, el nuevo hospital, negocios y casas a medio terminar. Y yo que también estaba a medio terminar cuando me fui, vuelvo no como un ex sino más como un turista deslumbrado por la belleza justa de las cosas. Los edificios, la playa, la plaza. Porque no siento nostalgia ni melancolía, los peores sentimientos humanos. Y pienso que el Flecha que va siempre vuelve, y que no es extraño no extrañar, ni sentirse un extraño. Y que uno vive en un barrio pero también hay un barrio adentro de uno.

Entonces Urquiza nos saluda en el cruce de los bulevares Sansoni y Uncal, justo en la entrada protocolar a la ciudad. Una estatua monumento de 2 metros, con dos columnas que representan sus vidas (la privada y la pública), la Constitución de la Confederación Argentina de 1853 y 14 escalones para las provincias de la Confederación, todo puesto sobre un trampolín que simboliza la visión de futuro. Ahí íbamos a fumar porro de chicos, a los pies del general.