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Andar en bicicleta

Cuando tenía 6 años vi la película de Los bicivoladores y supe que quería hacer dos cosas: andar en bicicleta y volar. Y ahora todos los días voy a trabajar a Paraná en un colectivo que viene de Diamante y tomo a las 7 de la mañana en la ruta 11, kilómetro 17 y medio. Me bajo en el Cristo, en Dean J. Álvarez y Ramírez y ahí enfrente tengo una estación de bicicletas públicas. Destrabo el candado con el QR de la app y me subo a pedalear hasta la plaza San Miguel. Cuando termina la jornada laboral es igual, pero al revés. Y las subidas de la ida se hacen bajadas a la vuelta. ¡Como en la vida! Y no es un sueño cumplido, pero parece soñada. A veces las cosas funcionan.

Bicivía tiene distintas estaciones repartidas en el casco urbano. Y cada viaje sale 23 pesos. También tiene la opción de un abono mensual o anual, yo saqué el anual a 3 mil. Con eso puedo subirme a una bici cuando quiero y hacer los viajes que necesite todo el día, todos los días. Para mí es un montón. Andar en bicicleta en Paraná es hermoso (y más en otoño), como en Amsterdam, que no conozco, pero mejor. Porque es acá. ¡Acá!, como dicen en Made in Argentina. Y yo no se muchas cosas pero hay algo que entendí: que la gente que anda en bicicleta es más feliz.  

En el verano llevaba a mi hijo a la Colonia Tech que la Municipalidad de Paraná hizo en el Distrito del Conocimiento (ahí por el Túnel, en calle Larramendi). Los martes de 8 a 10, Vicente iba gratis a un curso donde le enseñaban con juegos a pensar en píxeles y coordenadas. Eso también funcionó. Entonces lo dejaba y me iba al Thompson, sacaba una de las bicis públicas que hay también ahí, daba unas vueltas y después me quedaba mirando el río y el tremendo paisaje de agua y edificios más atrás. Es una playa y una ciudad hermosa, pensaba y sigo pensando, mientras el día empezaba y cada uno estaba en la suya: señoras en sillones tomando sol, gente aprendiendo a manejar en autos con carteles de PRINCIPIANTE, trabajadores de la Muni limpiando y arreglando cosas, algunos haciendo SUP, andando en bici, pescadores, botes a motor cruzando el río.

Sí, también está lo otro: andar en bicicleta por algunas avenidas es un peligro, hay doble fila en casi todo el centro, colectivos que pasan raspando y a mil, gente que abre la puerta de un auto estacionado sin mirar. Y todavía falta una cultura de la bici como medio de transporte, pero más que nada, como algo que le importe a alguien. Que el movimiento en las calles no es solo camiones y autos y motos, cosas a motor. Y que el motor del día y de un país es más el de una bicicleta, alguien que va a trabajar pedaleando, y no tanto el de una bicicleta financiera donde unos pedalean y vuela un puñado de dólares que flota lejos de las manos del resto, que salta y nunca llega, entre las bandas del cielo y la tierra, el paraíso y el infierno.

Hay mil cosas que no funcionan y a veces tampoco funcionamos nosotros. Hoy quería escribir sobre algo que anda, ¿por qué no? Tendemos a hablar de lo que está roto porque es más grave pero también, porque lo bueno pasa desapercibido, esa es (casi) su función. Que la vida pase sin preocupaciones extras, como quién tapa el sol, cosas así. En este fin del mundo hablar de algo que está bueno y que ojalá dure y siempre sea mejor. ¿Porque podría ser mejor, no? Y porque está acá, ¡acá!. Porque también siempre miramos para afuera y no tanto para adentro.

En este derrumbe general de todo, agarrarnos de algo como en los dibujos animados, cuando un personaje se cae de un precipicio y la bicicleta del tiempo frena unos segundos, y de repente ese alguien se agarra de una ramita y se salva, pero la rama se dobla, tensa y arquea, y está a punto de mandarlo a volar a quién sabe dónde. Y aparece el cartel de fin. The End. Thats all folks.