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Quiero escribir para pensar. No soy estudiante y nunca me recibí de nada, pero ayer 23 marché igual. Aunque no voté a Milei, marché igual.
Fui a la universidad pero siempre lo oculté. Porque capaz me comí el personaje de que tiene más gloria para el arte decir que nunca pertenecí al claustro académico. O de hacerme el héroe de tener la fuerza de haber abandonado. Que ninguna galeria guarda la famosa foto del enchastre, que ni mami ni papi pudieron mostrar orgullosamente a la parentela o vecinos, títulos encuadrados en ninguna pared. Escribo para pensar por qué.
No hablo acá de carreras científicas para las cuales es obvio y necesario recibir una formación específica. Aunque también debería escribir para pensar un poco que trabajo en una farmacia y el personal idóneo con títulos secundarios a veces sabe más que el universitario farmacéutico recién recibido.
Lo mismo me contó mi primo mecánico, que con apenas un curso de mecánica y mucho entusiasmo y pasión, llega a saber mucho más de cómo arreglar un motor de un barco para dragar el río, que los ingenieros y sus múltiples diplomas y planos.
En mi familia abundan los tíos albañiles donde, asado de por medio, siempre los escuché jactarse de conocer mentalmente las cantidades de materiales necesarios a la hora de levantar una pared más que el joven ingeniero cívil.
La eterna lucha entre lo profesional de formarse entre cuatro paredes de un enorme edificio y el ser humano frente a la experiencia misma del ingenio despertado por la intuición de la cosa en la mano.
A pesar del mecánico cambia piezas o el que te salva el repuesto del auto con un torno, lo mismo que el matasanos que te manda al cuchillo derecho o aquel que te recomienda hacer terapia o ejercicios musculares si tenés una hernia de disco. Creo en el ser humano con pasión y entusiasmo hacia alguna vocación que desarrolle. Aún sigo siendo un romántico, no sé por cuánto tiempo más, pienso que a la gente el dinero no la pervirtió del todo.
Cuando terminé el secundario me anoté a estudiar Marketing en la UADER año 2000. No encontraba trabajo, como mis primos que ya laburaban. Yo quería un salario de una multinacional pero no me tomaban. Me acuerdo que hice la fila gigante sobre Almafuerte cuando abrió en Paraná el supermercado Disco. Que dejaban los nombres de los que pasaban a la segunda entrevista colgados de unos afiches afuera de un galpón, listas negras. Pero no pasé y tuve que estudiar.
Tenía diecinueve años y quería comprarme una moto, una Dax st, como todo pibe de San Agustín. Yo ni sabía que iba a salir escritor. Y menos que menos poeta. ¿Qué carajo era eso? ¿con qué se come?
No terminé la carrera de Marketing, me faltan unos cursos de computación para que me den el título de técnico. Abandoné porque el último año casi me la pasé escribiendo canciones y poemas en los cuadernillos donde tenía que analizar los comportamientos del target segmentado de un consumidor específico.
Ahí es cuando pasé de una universidad en ciencias de la gestión a otra de humanidades y ciencias sociales. Año 2005. El estado y su educación gratuita me bancó, más que mi familia, el nuevo capricho. Ya no había plata en casa para este nuevo cambio paradigmático espiritual en mi vida. Así que no tenía ni para las fotocopias cuando entré a estudiar la carrera de Profesorado en Lengua y Literatura en la UADER.
El primer día de clases se me acerca un pibe y me pregunta la hora y dónde quedaba un aula. Ese pibe era Ariel Delgado, Il miglior fabbro entrerriano. La profesora que nos dio la primera clase en aquella tarde de febrero fue nada más ni nada menos que Claudia Rosa. Que la habían expulsado de la cátedra de Lengua y Literatura 1. Pero las autoridades la mandaron igual, aquella tarde, a recibir a los nuevos ingresantes hasta encontrar a su reemplazo.
Tuve suerte. En el barrio se diría que tuve y tengo más ojete que salud. Claudia Rosa ese día leyó tres poetas: Martín Gambarotta, Washington Cucurto y Fernando Pessoa. Quiero que se entienda. Paraná, año 2005 y la internet estaba en los cybers para los pibes como yo. Esa profesora me ahorró, mínimo, más de veinte años de lectura para llegar a esos autores. Y conocí a Ariel, que sin su amistad, yo no hubiera podido escribir un solo verso. Y todo eso gracias a la UADER. Tuve suerte. Todavía la tengo.
Después abandoné el profesorado. Solo asistía a una materia, que se llamaba Literatura y Sociedad, de oyente que Claudia daba para alumnos de cuarto año de comunicación social que se dictaban los miércoles de 21 a 23 hs. Lo que yo aprendí ese cuatrimestre me salvó la vida y no me lo voy a olvidar nunca más. Y eso fue dentro de un aula de una universidad pública.
Una de las cosas que me hizo dejar la carrera fue una frase que me dijo la misma Claudia cuando yo tenía 22 años, “los poetas no se reciben, Julián” y yo a esa edad quería ser poeta, así que le hice caso.
Ahí quizás me estoy respondiendo mientras recuerdo y escribo.
Por estás cosas marché. Aunque nunca me interesó demasiado tener un título universitario. No es algo que determinó algo en mi vida. Mis padres nunca me exigieron estudiar. Yo empecé a leer y a ser curioso pasado los veinte años. Cuando era chico solo leía las etiquetas de los productos de los viejos envases de jugos o productos alimenticios que descansaban arriba de la mesa cada mediodía y cosas sobre fútbol. No me interesaba nada más en el mundo que no fuera esos 22 tipos corriendo detrás de una pelota. Por eso me copa mucho Davoo Xeneize. Yo soñaba con ser periodista deportivo. Mi ídolo de chico era, aunque me cancelen, Alejandro Fantino. Pibe del interior, hincha de Boca que había ido a Buenos Aires a probar suerte y la había pegado.
Milei se mete erróneamente con un estandarte importantísimo para el sector cívil argentino de clase media: el famoso ascenso social a través de un título universitario. Toca una fibra débil, lo mismo que Alverso con la educación en la pandemia. Ya lo decía Néstor Carlos Kirchner no podés joder en la Argentina ni con los dólares ni con la clase media, porque te va a ir mal.
Ojalá la marcha sirva de algo. Ponga un freno. Me cuesta creer que Javier Milei de un paso atrás. Si siguen en el poder, seguirán sus políticas de ultraderecha anti derechos. No puedo pensar en otra cosa.
Yo no estudié académicamente. Para mí el conocimiento es un placer o un disfrute, nada más que eso. Por eso tengo que trabajar a veces los domingos a la tarde. No siempre, obvio. No sé si hice bien o si hice mal. Hice lo que me salió hacer.
Marché igual. Como un autodidacta deconstruido lleno de contradicciones y resentimiento. Sabiendo de qué clase social vengo. Como un chico que no quiere entrar a bañarse. Porque después cuando ya estás limpio y perfumado, no podés salir a jugar más. En el fondo quizás quiera seguir mugriento o chiviando.
Escribo para pensar. Para ser crítico y marchar hasta contra mí mismo.
Hasta acá creo que estuvo bien
nos vimos el próximo miércoles.