Diario de una separación III

Son las dos de la mañana de un domingo lluvioso y húmedo de diciembre. Hace muchos días intento continuar el punto final en que quedó el texto número tres pero por lo pronto no he tenido éxito en la misión. En mi vida escribir siempre fue la sala contigua al rebalse, el territorio que ocupaba cuándo una situación desbordaba los laterales de mi cabeza y no encontraba la posibilidad anestésica que brinda la pausa.

Siempre que el ruido sobrepasaba los niveles tolerables (y cuándo digo ruido no hablo solo del externo), tratar de transformar todos esos pensamientos en alguna que otra palabra me regalaba una tregua inventada y unipersonal que venía a ser igual que un oasis en un desierto. En algún momento de los últimos años eso se cortó. Cuándo nos conocimos hacía un tiempo largo no escribía más que un diario errático e incoherente que nadie vio –ni verá- nunca, dónde me relataba a mí mismo los días en los que todo salía como el culo, volcaba ideas para cuentos que nunca terminé de empezar y tomaba notas interminables para corregir, agrandar o agregar a la novela sin fin que lleva diez años in the making.

Cuándo nos conocimos, también, me enamoré. Me habías gustado desde el día en que te crucé en una de las lecturas que armaba G. y terminé de confirmarlo la tarde en que la mismísima G. se iba a encontrar con vos para ir a tomar una cerveza y la acompañé a esperarte hasta la esquina de mi departamento. No me enamoré a primera vista, pero sucedió de manera precoz y sin que estuviésemos preparados para enfrentarlo. Nos cruzamos en un cumpleaños y me pasé toda la noche tratando de hacer coincidir los temas que aparecían para cruzar con vos algún comentario que pese más que una conversación de ascensor.

Empezamos a hablar de libros y de autores y poco a poco sentí que te acercabas a mi terreno lo suficiente como para que la noche terminé con vos dejándome en mi casa y un mensaje (enviado por mi) que prometía una limonada, un traguito o la bebida de tu gusto y piacere, que con un libro de excusa iba a ser mi oportunidad de tenerte un rato para mí solo. Haciendo caso omiso a todo el drama de ese principio, en medio de la cena una semana después, ya solos, ya sin G. ni F. ni el clima de por medio, no tuviste mejor idea que ablandarme el corazón para al instante siguiente, sin titubear, enterrar una espada.

Me enamoré un jueves a la noche en un bar en el que la música estaba muy fuerte y unas horas más tarde, después de toda la charla que arrancó de vos las vueltas en el auto, nos dimos el primero de muchísimos besos. Había algo metálico en el fondo de tus ojos que despertaba un imán hasta entonces dormido en los míos. Te daba un beso y no podía despegarme. Era químico y psicológico, era la cosa más linda y atemorizante que había vivido. Volví a escribir cómo solo puede hacerlo un condenado, no existía en el horizonte una salida a inventarte todo el tiempo dentro de mí. Te puse en cuentos y en textos cortos. Te puse en mensajes a la madrugada, en mis fotos y en todos los lugares en donde pude pero hacerlo no siempre me traía placer ni era hermoso; muchas veces los finales eran tristes y muchas veces no era yo quien tenía el poder de decidir.


Ahora que pasaron algunas semanas, y esas semanas se volvieron meses, me pasó un poco a la inversa lo que le ocurrió a Axel el cerdo cuando conoció el mar. En la novela de Sbarra, Axel habla de la inmensidad del mar, de la magia azul que le regala la distancia y de cómo el hechizo se rompe cuando se acerca a él y descubre que ese océano inmenso y bestial no era más que agua transparente. Tuvo que pasar mucho tiempo para que yo pueda descubrir que ese amor de película que viví con vos solo existió en mi cabeza. Ahora que se rompió el hechizo en el cuál me sumía tu cuerpo me doy cuenta de lo egoísta de todos tus motivos y del dolor que disfracé de tolerancia para quedarme un rato más cerca tuyo.

No puedo encontrar la oración que sigue al relato que venía contando porque el cuento llegó a un final que me de dejó un gusto amargo en la boca. Quizá con el correr del tiempo vuelvan a aparecer la pureza que creí encontrar en tu abrazo pero por lo pronto, hoy, no es más que esto: un domingo pegajoso y mudo en donde la soledad de la madrugada, creo, es mi mejor compañía.