Mi mamá tenía una característica que, más allá del modo en que manejaba la ironía y de su humor cínico (y por momentos negrísimo), me parecía particularmente encantadora: solía incorporarle impronta propia a los hechos de la realidad. Una impronta algo fantasiosa, digamos. No es que inventaba, lisa y llanamente. Más bien creaba relatos legendarios con algunos elementos de la realidad y otros que brotaban de su imaginación. Tal vez por una vocación literaria nunca desplegada en su totalidad, o quizás por obra y arte de los trucos y jugarretas de la memoria y la aprehensión cognitiva de nuestra realidad. O por pura picardía. Esa que se adivinaba en sus ojos pillos cuando sonreía en silencio y ante la pregunta se limitaba a negar con la cabeza sin decir nada. Quien sabe.
Como sea, nosotros (los cuatro hombres que ella soportaba estoicamente), a veces la cargábamos al respecto. “Mami fabula”, decíamos. “Y… vos viste como es mami, ella inventa”, por ahí deslizaba alguno maliciosamente cuando quería relativizar algunos de sus dichos. En entrerriano diríamos que era medio bolacera. Había que tomar con pinzas lo que decía, porque, bueno… sus relatos no se apegaban a los hechos con rigurosidad científica precisamente. Más bien lo contrario. Y eso uno lo constataba fácilmente cuando la escuchaba contar algo en lo que uno supuestamente estaba involucrado, siendo imposible reconocerse en la veracidad del relato.
Algo que personalmente me causaba mucha gracia, era cuándo afirmaba y recontra confirmaba que “ya había visto” películas que, en algunos casos, no se habían estrenado o ni siquiera se habían terminado de rodar. “Ya la vi”, te decía. Inclusive con películas que no habían pasado de “rumor” (Lucrecia Martel dirigiendo una película de la Marvel, ponele). “Ya la vi” (no te dejaba terminar de contar) e inclusive arriesgaba un juicio “no me gustó mucho”. Por ahí, después de muchos contraargumentos de incontrastabilidad empírica, te otorgaba algún crédito parcial con leve despreocupación y una mirada fijada en quien sabe dónde: “Bueno, capaz que me esté confundiendo”. Y a otra cosa mariposa.
Pero hubo algo de lo que contaba en lo que nunca cedió un milímetro, desde mis primeros recuerdos suyos hasta los de sus últimas horas, en el mortecino sanatorio. Se trataba de una anécdota que solía recordar de su niñez. Ella afirmaba, siempre con un gesto ligeramente adusto y sereno (seriamente, diríamos), que una vez “había volado”. El fantástico acontecimiento había sucedido en su niñez, a mediados del siglo XX, en alguna de las escuelas rurales donde vivió por las vicisitudes laborales del abuelo Pancho, maestro alberdino de pura cepa. Probablemente en El Trébol o en Campo Riberi, por el centro-oeste de la provincia de Santa Fe (departamento de San Martín).
Se lo pregunté y preguntamos con mis hermanos muchas veces, se había vuelto un clásico de las sobremesas de los asados, en cumpleaños o las fiestas de fin de año. Y ella, rendida plácidamente a lo encomendado, lo relataba, a veces con una ligera sonrisa como quién sabe qué tal vez no le crean, pero poco le importaba, expresando despreocupación por la recepción de sus dichos. Lo relataba con total simpleza, como quien cuenta algo que le pasó hace un rato en la caja del super o alguna boludez que vio en la tele. “Yo volé”, decía. Cuando uno re preguntaba buscando precisiones en el “como”, contaba algo así como que se estaba hamacando en un columpio, a la sombra de unos enormes eucaliptus, con el gorjeo eventual de algún ave como único sonido interrumpiendo el silencio campestre y de repente saltó, quedando suspendida en el aire “más tiempo del normal”. El horario desértico de la siesta litoraleña eliminaba posibles testigos del extraordinario suceso. Su único hermano aún no había nacido. “Es como que floté”, repetía cuándo era indagada al respecto. Fue su desafío a la prepotente ley de la gravedad. Una de Jordan. “El cielo es de quién lo vuela”, diría el Guillo de Posfay.
Con el correr del tiempo y el amontonamiento de relatos del mismo hecho, de vez en cuando utilizaba otros verbos en lugar de “volar” (como “suspender” o “flotar”), matizando un poco la cuestión. Tal vez como blindaje ante eventuales burlas, o un poco hinchada de ovarios del escepticismo y las miraditas desconfiadas propias de un mundo amargamente desencantado. Pero bueno, siempre me pareció una historia hermosa de mi vieja que me sigue diciendo cosas de la magia y del misterio.
Pasaron algunos años desde que voló definitivamente de nuestras existencias, quien sabe a qué lugares, seguramente aquellos que habitan en los recuerdos. Pobres de los que aquí quedamos todavía sin poder despegar nuestros pies del suelo…