Hoy hace nueve años que se murió mi mamá. La cremamos, tal cual fue su voluntad. Fue en el crematorio de Lidia, prima y amiga de mi madre, ubicado justo enfrente a la pequeña plazoleta que está a la entrada principal del cementerio municipal. Durante algún tiempo sus cenizas se conservaron en una urna que fue a ubicarse a la habitación que compartía con mi papá, por encima de la cama matrimonial, sobre una repisa, del lado que ella ocupaba. Imagino que él no habrá estado tan cómodo con esa presencia, al pasar algún tiempo. La idea, igual, fue siempre esparcirlas. Entonces, el primer lugar que pensamos para hacerlo fue la plaza Sáenz Peña. En algún rincón. Tal vez, al pie de un árbol. No sé a ciencia cierta si tal cosa está permitida. Especulábamos que tal vez no. Habíamos pensado una suerte de operación clandestina nocturna, a espaldas de la ley policial y del vigilante ojo del placero. Hacerlo así tenía su encanto. La adrenalina de lo fugaz y prohibido. Al final, desistimos, y sus cenizas se esparcieron en un campo de Oro Verde, la tierra de sus abuelos. En una ceremonia familiar muy sentida y particular, que tuvo sus bemoles. Pero la Sáenz Peña era un lugar clave de su historia familiar. La plaza de su infancia y, también, de su adultez. Ella misma y también mucha de su parentela vivieron en torno a esta, e incluso algunos lo siguen haciendo. La misma Lidia, también Betty, ambas sobre calle Villaguay, a media cuadra. Nelita, en cambio, enfrente, sobre Yrigoyen. Y otros familiares que no llegué a conocer, pero estaban presentes en sus historias, como Ñata o Fromisel.
Buena parte de la infancia de mi madre, tal vez la que evocaba de manera más idílica y por momentos surreal, transcurrió bien lejos de la plaza Sáenz Peña, cuando su padre, maestro alberdino, ofició de director de escuelas rurales en la provincia de Santa Fe. Mamá contaba muchas historias, historias algo extraordinarias, de esas que uno nunca imaginaría que podrían sucederle a uno mismo. En muchas de ellas aparecían animales. No eran fábulas, en el sentido literario, sino más bien relatos donde lo central era un episodio que vinculaba a un humano (ella, su hermano, un primo, un tío) con un animal. Chajás, aguiluchos, yararás, rayas, gatos monteses, algún carnero. Claramente remitían a sus andanzas rurales, pues nunca un gato o un perro en esas historias, las mascotas por excelencia de la vida citadina. Eso para la gente normal. Acá se gana por asombro y excepción.
En una de esas historias, el animal en cuestión no se encontraba vivo, sino disecado: se trataba de un espécimen de yacaré embalsamado. Yo lo imaginaba propiedad de la escuela que en aquel entonces oficiaría de vivienda, tal vez un material didáctico de las clases de ciencias naturales en aquellas aulas multicurso, con bancos que, a falta de sillas enviadas por el Consejo General de Educación (siempre en falta), el abuelo improvisaba con las mesas y sillas que le quitaba al boliche del pueblo, dejando a los paisanos sin dónde jugar al truco o apoyar fuerte la petaca de Mariposa luego de un trago furtivo. En ese claroscuro donde se entremezclan ficción y realidad, en el cual el paso del tiempo va haciendo lo suyo y los restos que la narración va dejando en el camino de la memoria, como las migas de Hansel y Gretel, devoradas por las aves del olvido, me recordaba que el yacaré, no tan grande como para no poder ser alzado por un niño, era usado como un juguete por mi madre. La imaginaba corriendo con él en brazos y una sonrisa pícara trocándose en carcajada abierta, persiguiendo a otros pequeños, vecinos de la zona, eventuales amigos, posiblemente alumnos de la escuelita, a campo traviesa. Mi madre, pequeñita, corriendo niños con un yacaré embalsamado en brazos. Típico de ella. Siempre me pareció entre curiosa y fascinante esa situación. Y ambos adjetivos a cuenta de lo extraño que me parecía a mi propia experiencia. Mi vínculo con la taxidermia se asociaba también al espacio escolar, además de los museos, pero por lo general a lugares cerrados y oscuros. Lúgubres. Bóvedas pobladas de vitrinas con animales deformados con pelos chuzos, parados, y ojos de vidrio, frascos con fetos en formol, serpientes o deformaciones, como el cabrito de dos cabezas que había en el museo Serrano cuando todavía estaba en el sótano de la escuela Centenario. Allí también estaba el león ese que murió en un circo y que parecía que siempre te estaba mirando, no importa en qué dirección caminaras. Otra vez, que se llovió el aula de la primaria de la Escuela Normal donde cursaba (justo abajo de los baños que estaban enfrente del salón de actos y nosotros dijimos que lo llovido era pis), nos derivaron a una habitación extraña, que no parecía aula, también en el subsuelo de la escuela, donde había especímenes embalsamados y cosas extrañas en frascos. Sapos, serpientes, fetos de diferentes cosas. Formol, mucho formol. Y oscuridad. Esas cosas no debían verse. Además, ¿qué tipo de persona es la que se dedica a la taxidermia? O sea, vaciar un cuerpo de tripas, hacer todos esos procedimientos con herramientas extrañas y químicos de poderosos hedores, llenar un cuerpo de algodón, darle una forma que nunca quedaba bien, o sea natural, más bien una mueca extraña, con esos ojos de vidrio. ¡Los ojos de vidrio! Norman Bates o el personaje de Darín en El aura. Gente que vive sola, con las penumbras como manto de sus truculentos pensares y sentires, hoscos, raros, con algo turbio que esconder. Habitantes de los sótanos de la existencia.
Sin embargo, ese yacaré, en realidad, no se encontraba en los campos del centro, tirando a suroeste, de la provincia de Santa Fe, sino justamente en la zona de la plaza Sáenz Peña, cerca del centro de la ciudad de Paraná. Un ámbito si se quiere más extravagante para un yacaré, así sea embalsamado. Más precisamente, en la casa de Villaguay 344. Y no era un espécimen pequeño, sino de gran tamaño. Un adulto. Metro y medio, dos metros. Eso es mucho algodón. En esa casa donde vivía mi mamá, junto con su hermano (mi tío Hugo) y mi abuelo Pancho, al volver de la experiencia santafecina. Mi mamá ya estudiaba el magisterio en la Escuela Normal, probablemente. O sea, ninguna gurisita. En la casona, cuya fachada al día de hoy se conserva, como la mayoría de la cuadra entre Illia y Belgrano, el yacaré estaba en la galería, para el asombro de los visitantes y también de los curiosos que lo espiaban desde las casas lindantes. El dueño anterior de la casa era el hermano de Pancho, Nicolás, quien se la había alquilado a una inglesa. Al parecer, estudiaba inglés con ella. Un gran yacaré embalsamado en la galería, debajo del techo, expuesto vaya a saber uno por qué motivo y proveniente quién sabe de dónde. ¿Quién lo habrá embalsamado? Nunca supe de mujeres taxidermistas. ¿Pudo haber sido la propia inglesa? ¿O lo adquirió así, ya embalsamado? A veces, también, el yacaré iba a parar al living. Es decir, paseaba, se desplazaba por la casa chorizo, aun bien muerto y todo lleno de algodón por dentro. La inglesa vivía sola y, quién sabe, por ahí el yacaré le hacía compañía. Bueno, en el living también tenía un papagayo malísimo, pero ese la odiaba y ni bien encontraba la ocasión se mandaba a mudar. Por obvias razones, el yacaré era más sumiso. Menos escandaloso, también. Dicen que los ingleses mantienen a rajatabla su costumbre del té de las cinco. ¿Habrá conservado esta costumbre cultural la inglesa? Puedo imaginarla con invitados, tomando el té en su living, con el yacaré ahí, como un exótico testigo del ritual anglosajón. Sus invitados, sosteniendo una delicada taza de porcelana con su mano derecha y el platito con la izquierda, cruzados de piernas con una rodilla sobre la otra escuchando atentamente las cosas que la inglesa contaba animadamente y, de tanto en tanto, desviando la mirada hacia ese enorme yacaré. Porque un gran yacaré embalsamado no puede pasar desapercibido, así como así. Luego Pancho le compró la casa a Nicolás, y desde entonces el destino del yacaré es un misterio. Nunca supe adónde fue a parar. ¿Será el mismo que hoy anda en la Facultad de Ciencia y Tecnología de Oro Verde, a poca distancia de la Escuela Alberdi? Si en un giro circular las cosas volvieron a la Sáenz Peña, en un giro circular más amplio, que contiene al otro, las cosas podrían volver a Oro Verde y Alberdi. Tendría sentido. Pero, además, ¿cómo se deshace uno de un yacaré embalsamado? Imagino que no lo saca a la calle y lo deja ahí tirado, con las bolsas de basura. Nuevamente, en esto hay oscuridad, como en los sótanos de las escuelas. Ni el contexto de campo abierto con el cielo celeste de techo ni las habitaciones de una casona tipo chorizo estilo italiano en zona plaza Sáenz Peña daban cuenta de poca luz. Allí estaba todo a la vista, incluso de vecinos curiosos asomando medio rostro por un tapial. Más bien era el contexto de la narración oral el que echaba pocas luces al respecto. Supongo que era intencional. Las historias de mamá eran destellos. Como chispazos de magia: parpadeaste en el momento equivocado y solo hay un reflujo de sonrisa. No ahondaban en detalles, no daba demasiadas puntas desde donde uno pudiera desovillar en busca de la precisión del relato. Evanescentes, como una rama de árbol que se pierde en la niebla sin que nunca podamos ver el tronco. Mejor dejarlas así. Entre brumas, con el misterio acrecentando los rasgos fantásticos. Haciendo equilibrio entre la vivencia y el bolaceo. Una niña corriendo a otros con un yacaré en brazos, una inglesa solterona conviviendo con un espécimen embalsamado de dos metros de longitud, da igual. Ella lo contaba con total naturalidad, evitando un contacto visual que pudiese desnudar la fabulación, pero con un brillo pillo en los ojos que, cada tanto, miraban de refilón al oyente en busca de asombro, sorpresa, entrega al relato.