Un rato en Vaporeso

9 de enero 2024

Doce escalones separan a la planta baja del primer piso de la librería Vaporeso, existente desde el año 2011. Yo me encuentro sentado en el quinto y apoyo mis ojotas azules en el cuarto. A mi derecha la pared blanca expone un dibujo de un árbol con figura antropomórfica, a mi izquierda pequeñas pilas de libros hacen más angostos los escalones. Uno sobre García Lorca, otro más gordo, “Cambios de Piel” del mexicano Carlos Fuentes. A mi frente, dos estanterías con literatura argentina de usados. Mi cuaderno es de hojas cuadriculadas y de tapa blanda. Mi birome es de color negro, como indica el tubo de plástico exterior. No tiene capuchón (sería blanco). La escalera, ubicada sobre un lateral y que pasa por arriba del pequeño mostrador, es de hierro pintado (también) de negro, aunque las incontables pisadas en busca de curiosear el segundo piso (en rigor, un entrepiso), o con el conocimiento previo que allí se encuentran clásicos de literatura universal usados y discos de vinilo, los han ido despintando dejando entrever el tono grisáceo del metal. Los pisos son de losa. Los del segundo piso de madera. Debo levantarme para que Imanol pueda subir en busca de un libro de William Faulkner, a pedido del único cliente que hay en la librería desde que llegué. Desde arriba pregunta por un autor sueco, también a pedido del cliente, un tipo que al parecer vivió en Noruega, o algún lugar nórdico. Es de cabellos morochos y sonríe con simpatía. El cliente, Imanol y Joaquín, quién irrumpió en escena saludando cariñosamente, debaten sobre escritores suecos que hayan ganado el premio Nobel de literatura. Joaquín, con su bigote al estilo señor de las papas Pringles o, tal vez, del Carlos Pellegrini del extinto billete de un peso (ambas referencias ineludibles a los noventa), busca en su celular. Viste bermudas de jean, como yo, y una remera azul como la tapa de mi cuaderno o la goma de mis ojotas. “Hay varios”, precisa. Trato de no intervenir en su charla, pero no puedo evitar destruir mi silencio. “Es danés”, acoto cuando Imanol menciona al pasar a Kierkegaard. Joaquín, sale disparado para el segundo piso (debo levantarme nuevamente) y baja con un libro de Pär Lagerqvist. Grecia y Merceditas, dos niñas que no llegan al lustro de vida, en cuclillas, conversan en torno a un montón de pequeñas piezas de rompecabezas desparramadas por el piso. Pequeñitas y empequeñecidas por su postura, son casi invisibles entre las cuatro mesas y una silla que se encuentran atestadas de libros (usados y nuevos) cuyos lomos y tapas de todos los colores del arcoíris harían de un camaleón caminante un experimento psicodélico. Son casi un adorno más, aunque su corta edad contrasta con los otros objetos que ornamentan el recinto: un antiguo teléfono de discado y una máquina de escribir Olivetti (también una inexplicable bandera de Puerto Rico cuelga por allí). Pronto cambian de interés y Joaquín guarda las piezas con celeridad. Su menester es mantener el boliche en orden. En este momento es más niñero que librero. La necesidad de la figura de Imanol se agiganta. Se abre la puerta, aparece un señor, transpirado, ataviado con ropa deportiva: un ciclista. Tendrá unos cincuenta y pico de años. Aparece porque no entra, se queda en el umbral de la entrada. La bicicleta permanece afuera, naturalmente. El hombre parece temer alejarse de ella. Imanol, campechano, le ofrece atarla a la suya que reposa sobre una enorme bolsa arpillera que contiene “piedras chinas” (canto rodado). Pronto este local será un recuerdo y los materiales de construcción en la entrada así lo presagian. El ciclista saluda con un “Buenos días”, con voz jadeante propia de una persona agitada. Habrá venido pedaleando desde quien sabe dónde y, además, hace calor. Acto seguido se disculpa, son casi las siete y media de la tarde (corresponde un “buenas tardes”). Dice haber conocido la librería en una feria en el puerto. Pregunta por libros de José Ingenieros. “Un hombre mediocre” y “Hacia una moral sin dogmas”. Luego por “Que al salir, salga cortando” de Arturo Jauretche. Luego amplía el abanico de sus intereses a  libros sobre Napoleón (biografías, frases suyas, batallas en las que participó). “Este vio la película de Joaquín Phoenix y flasheó”, pienso prejuiciosamente dado el bandazo que pegó la consulta. Luego, adjunta más opciones: puede ser de Julio César o, finalmente, sobre Urquiza y el Ejército Grande. Los grandes hombres, que le dicen. Las pequeñas niñas salen de escena, con dirección a la calle. “Almacén estrambótico”, reza el cartel que, sobre una pared de ladrillos vistos, presenta el local ubicado sobre calle Nogoya, enfrente de una conocida feria que persiste en la ciudad desde la década del cuarenta. El adjetivo “estrambótico” para una librería y el nombre de la misma que remite a Cha Cha Cha, da pistas de cierto gusto por el absurdo del dueño. Versamos sobre la cuestión de estos grandes hombres, enfrentándose entre elloscomo parte de un multiverso y de ahí, en fluida transición, a videojuegos. Videojuegos históricos. Comento que el día anterior estuve conversando con Osvaldo, otro asiduo visitante a la librería, sobre videojuegos de historia. La bicicleta de Imanol se la compró a Osvaldo. Vaporeso es como un microcosmos donde todo se conecta por hilos invisibles, o tal vez, por algún subterráneo micelio literario. Se van los clientes y el dialogo entre Joaquín e Imanol gira en torno a facturas, precios, fechas de vencimientos, transacciones con editoriales y demás cuestiones administrativas-contables de la librería. La magia de mundos literarios cede al frío cálculo de los números. “Hicimos todos los números de Waldhuter”, dice Joaquín. “De Manantial quedó uno”, replica Imanol. Quedamos solos con este último quién dice que hoy hubo mucho trabajo. Le preguntó que es “mucho trabajo” y me responde que muchos clientes que, al superponerse con tareas de facturación, hacen que estas se le acumulen hacia el final de su jornada. La atención personalizada y el papel preponderante que adquiere la relación con el cliente es un sello en Vaporeso desde sus comienzos. Hay gente que va a la librería “a charlar” (soy uno de ellos). A Imanol le ha tocado la difícil tarea de continuar lo que artesanalmente ha cimentado Joaquín en años previos, que ha llevado a muchos a adjetivar como “amiga” a la librería. Casi que ese trato amistoso hace olvidar a uno que debe haber un trabajo de números y tablas de Excel por detrás, o, quizás, en el caso de Imanol, listas escritas a mano en un papel cual almacenero de antaño (“Almacén…”).  Contabilicé dos clientes desde que llegué (el ciclista casi ni ingresó). No habría más de aquí al horario de cierre. Me pregunto si de mi llegada, sobre el horario de apertura, habrán pasado otres. Por ahí también me cuenta como cliente, aunque no pregunté por ningún libro, solo me senté en el quinto escalón a escribir. “Aunque parezca raro para un psicólogo, la parte contable es la más difícil”, acota en un comentario que me parece llamativo. Luego aclara que era una ironía. Se supone que quiénes estudian psicología son malos para los números. Este fin de semana hay un festival en La Taller le dice a Joaquín, que aparece y desaparece como la luz de una luciérnaga en la noche. “Y bueno, llevate una caja” le responde. Luego, desaparece por detrás de un gabinete de metal con rueditas que contiene seis pisos de libros nuevos (de Adriana Hidalgo Editora, Tinta Limón, La Cuarenta, Ediciones IPS, entre otras). La estantería se corre hacia adelante de izquierda a derecha y desoculta una puerta escondida. Como si fuese una de esas películas donde uno saca un libro de una biblioteca y se abre una compuerta secreta. (el dibujito de Scooby Doo y la película de los Locos Adams relampaguean fugazmente en mis pensamientos).  Las niñas vuelven a ingresar. Están en una dimensión paralela. Los clientes hacen tiempo que ya no están. Imanol puede hacer tranquilo las cuentas que la atención de estos le dificultaba. Aunasí, no deja de cultivar el arte de la conversación. Me hace sentir más que un número. La cantidad de temas que se suceden me impiden dar cuenta más que de un reducido porcentaje de los mismos en estas notas. Sobre el festival del sábado, el arte en la ciudad, artistas, personas que conocemos en común, suerte de asteroides con la librería como centro gravitatorio. Nuevamente, el microcosmos. El multiverso. Donde el cosmos es el verso. Y lo microscópico es múltiple.  El micromúltiple del versocósmico. Imanol viste una camisa a cuadros pequeñitos como las cuadriculas de mi cuaderno, que arremanga a la altura de sus antebrazos, y una boina color caqui (¿o tal vez beige?¿es el mismo color?). Suena un chamamé de fondo, que se hace sentir más en el momento en que menos voces pueblan el recinto. Bromea con que es un correntino estereotípico al que le gusta el chamamé. Es cierto, hasta te dice “chamigo” y todo. Un embajador cultural que te cuenta de Los De Imaguaré actuando en su pueblo gratis, no como acá donde cobran un dineral. Se acerca el horario del cierre de la librería, aunque la temporada estival mantenga el sol allá arriba hasta tarde. Empieza el fadeout. Luego de comentarle mi gusto por el tango, el librero devenido musicalizador pone una versión de “Nada” hecha por el grupo rosarino “La Máquina Invisible”. Joaquín hace una última entrada en escena, esta vez con un pequeño perro en brazos, de enrulado pelaje marrón, llamado Quilla, como el cacao de origen santafecino. Coordinamos una salida negociada para evitar mayores reproches de las niñas: hay que bañarse y comer. En ningún momento nadie me preguntó ni hizo comentario alguno sobre lo que escribía en mi cuaderno.